Recorriendo la ruta 66, el turista alemán recala en Hackberry y aprovecha para repostar gasolina. Conduce un viejo y destartarado coche de alquiler, color azul marino, oxidado. Es el más barato que había disponible. Existían otros modelos más asequibles incluso, pero ya estaban alquilados. El alemán es tacaño y huraño, un hombre de pocas palabras. Viaja solo porque ha preferido no venir con su familia. Se han quedado en Alemania o los ha dejado él allí, en ese país. Realmente nadie lleva enganchado a su familia al culo, literalmente hablando, pero a veces parece ser así.
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Que se vaya sólo, habría dicho la mujer a sus hijos encolerizada cuando se enteró que el marido había comprado un solo billete de avión, sin contar con la familia. Realmente a ella le importaba una mierda que hubieran ido sus hijos, pero le jodía no haber contado para él. Y los hijos sentirían una profunda tristeza por la madre y un creciente odio hacia el padre. Qué hijoputa el viejo, cómo se las gasta.
Son cuatro chavales, el más joven tiene once años y el mayor, que es el más sensato, veinte. Ya piensa por sí mismo, sin subjetividades ni presiones maternales. Supo ver el percal antes que nadie y por eso ya no le afecta nada de lo que le diga su madre. “Sí, papá es un cabronazo pero tú eres una puta” Esto lo piensa, no lo dice. Y lo piensa porque lo sabe de buena tinta, porque lo ha visto y no tiene un pelo de tonto. Mira a sus hermanos, tristes y abatidos, consolando a la madre, repudiando al padre.
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El turista alemán, que se llama Reinhard y hace gala de un perfecto dominio del idioma inglés, entra en la gasolinera y, sin dar los buenos días, pide que le llenen el depósito. Hay dos dependientes, uno de ellos negro y permanecen impasibles, como si nada hubieran escuchado. Reinhard insiste, pero los dos empleados de la gasolinera se cruzan miradas sin mediar palabra. Es como si estuvieran preguntándose ¿vas tú o voy yo? Pero Reinhard lo interpreta como un “no somos tus esclavos”, así que opta por alzar la voz esta vez.
El empleado blanco, que se llama Conrad, con una gran agudeza auditiva, ha notado el acento alemán y le pregunta abiertamente si en Alemania están acostumbrados a que les llenen el depósito los empleados de las gasolineras, a lo que Reinhard dice que no, que se lo montan ellos solitos, que los cajeros no salen de su caseta ni para ir a mear, pero había pensado que aquí era diferente porque lo había visto en las películas.
Conrad le dice a Reinhard que es un subnormal; el silencio invade el local.
El empleado negro, que se llama Robert, pero todo el mundo le conoce como JJ Dance, decide que lo mejor es ir a llenar el depósito y zanjar el asunto definitivamente, atajar la incidencia por la vía rápida, por la del sacrificio y resginación. Como dice Iconoclasta, lo lleva escrito en su ADN. Ha podido evitar un homicidio, o dos. Sabe perfectamente que ambos contendientes tienen pistolas; a Reinhard le sobresalía el arma del bolsillo trasero del pantalón y Conrad siempre guarda una debajo del mostrador, detrás de la caja.
Reinhard y Conrad piensan lo mismo, al final le ha tocado ir al negro, al único cuya pasividad obedecía más a una cuestión de pereza que de orgullo racial, pero no van a mover un dedo por alterar la situación. Es el orden establecido, en Hackberry o en Potsdam, la lógica siempre acaba obedeciendo a un mismo patrón. Reinhard lo piensa, pero no lo dice.
Se resigna, a él le sucede lo mismo. Su mujer es una puta y siempre acaba él cediendo, protegiendo a sus hijos, bajando el telón y haciendo la vista gorda. Por eso se ha venido a los USA a hacer la ruta 66 en solitario, a despejarse un poco. Iba a ser borrón y cuenta nueva, pero ya se ha dado cuenta de que no va a ser tan fácil, de hecho, esta travesía ya no será lo mismo a partir de este momento. En su relación conyugal también hay armas a punto de empuñarse, tensiones irremediables que se apaciguan agachando la cabeza, tragándose el orgullo.
Siempre habrá alguien que descubra el pastel, pero no lo diga. Por eso todo sigue su curso, la vida no se para y este lodo gris lo inunda todo, sembrando el camino de miseria y tristeza. Y el negro seguirá llenando depósitos, la mujer follándose a otros hombres y el hijo callando, aún sabiéndolo.
Lo que no alcanzo a comprender es por qué hay tantos negros y tantos Reinhard; quizás sin ellos se rompería el equilibrio y reinaría el caos. No sé si merecen mi respeto o mi desprecio, tendría que saborear primero las mieles del caos para formarme una opinión.
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Que se vaya sólo, habría dicho la mujer a sus hijos encolerizada cuando se enteró que el marido había comprado un solo billete de avión, sin contar con la familia. Realmente a ella le importaba una mierda que hubieran ido sus hijos, pero le jodía no haber contado para él. Y los hijos sentirían una profunda tristeza por la madre y un creciente odio hacia el padre. Qué hijoputa el viejo, cómo se las gasta.
Son cuatro chavales, el más joven tiene once años y el mayor, que es el más sensato, veinte. Ya piensa por sí mismo, sin subjetividades ni presiones maternales. Supo ver el percal antes que nadie y por eso ya no le afecta nada de lo que le diga su madre. “Sí, papá es un cabronazo pero tú eres una puta” Esto lo piensa, no lo dice. Y lo piensa porque lo sabe de buena tinta, porque lo ha visto y no tiene un pelo de tonto. Mira a sus hermanos, tristes y abatidos, consolando a la madre, repudiando al padre.
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El turista alemán, que se llama Reinhard y hace gala de un perfecto dominio del idioma inglés, entra en la gasolinera y, sin dar los buenos días, pide que le llenen el depósito. Hay dos dependientes, uno de ellos negro y permanecen impasibles, como si nada hubieran escuchado. Reinhard insiste, pero los dos empleados de la gasolinera se cruzan miradas sin mediar palabra. Es como si estuvieran preguntándose ¿vas tú o voy yo? Pero Reinhard lo interpreta como un “no somos tus esclavos”, así que opta por alzar la voz esta vez.
El empleado blanco, que se llama Conrad, con una gran agudeza auditiva, ha notado el acento alemán y le pregunta abiertamente si en Alemania están acostumbrados a que les llenen el depósito los empleados de las gasolineras, a lo que Reinhard dice que no, que se lo montan ellos solitos, que los cajeros no salen de su caseta ni para ir a mear, pero había pensado que aquí era diferente porque lo había visto en las películas.
Conrad le dice a Reinhard que es un subnormal; el silencio invade el local.
El empleado negro, que se llama Robert, pero todo el mundo le conoce como JJ Dance, decide que lo mejor es ir a llenar el depósito y zanjar el asunto definitivamente, atajar la incidencia por la vía rápida, por la del sacrificio y resginación. Como dice Iconoclasta, lo lleva escrito en su ADN. Ha podido evitar un homicidio, o dos. Sabe perfectamente que ambos contendientes tienen pistolas; a Reinhard le sobresalía el arma del bolsillo trasero del pantalón y Conrad siempre guarda una debajo del mostrador, detrás de la caja.
Reinhard y Conrad piensan lo mismo, al final le ha tocado ir al negro, al único cuya pasividad obedecía más a una cuestión de pereza que de orgullo racial, pero no van a mover un dedo por alterar la situación. Es el orden establecido, en Hackberry o en Potsdam, la lógica siempre acaba obedeciendo a un mismo patrón. Reinhard lo piensa, pero no lo dice.
Se resigna, a él le sucede lo mismo. Su mujer es una puta y siempre acaba él cediendo, protegiendo a sus hijos, bajando el telón y haciendo la vista gorda. Por eso se ha venido a los USA a hacer la ruta 66 en solitario, a despejarse un poco. Iba a ser borrón y cuenta nueva, pero ya se ha dado cuenta de que no va a ser tan fácil, de hecho, esta travesía ya no será lo mismo a partir de este momento. En su relación conyugal también hay armas a punto de empuñarse, tensiones irremediables que se apaciguan agachando la cabeza, tragándose el orgullo.
Siempre habrá alguien que descubra el pastel, pero no lo diga. Por eso todo sigue su curso, la vida no se para y este lodo gris lo inunda todo, sembrando el camino de miseria y tristeza. Y el negro seguirá llenando depósitos, la mujer follándose a otros hombres y el hijo callando, aún sabiéndolo.
Lo que no alcanzo a comprender es por qué hay tantos negros y tantos Reinhard; quizás sin ellos se rompería el equilibrio y reinaría el caos. No sé si merecen mi respeto o mi desprecio, tendría que saborear primero las mieles del caos para formarme una opinión.
Buen viaje
EK, M X, Año 32
3 comentarios:
Todos esos Reinhards, tal y como has narrado tan bien, tienen esa sola salida, la violencia. Son un vaso colmado.
La humillación pesa mucho como para acarrearla demasiado tiempo encima, es más pesada que el arma que lleva en el bolsillo. Todo indica que no está de buen humor, y no parece que pueda transformarse ese humor en algo bueno.
La violencia, es sencilla, instintiva ¿Y por qué no en la Route 66? Es tan buena esa carretera como la selva negra, y está más lejos, nadie se ríe del desgraciado.
Estupendo relato, Kaiser, reflexivo e imposible dejar de leer.
Gracias por ese Iconoclasta que aparece por ahí.
Un abrazo.
Buen sexo.
Como soy utópica y es la primera vez que vengo (el próximo día me portaré mejor), tengo que decir que Reinhards no me da pena, ni Conrad, pero JJ Dance, sí.
Reinhards elige. Puede largarse o quedarse, puede aceptar lo que traga, o puede tragarse que nada es como le gustaría y quedarse sólo con lo que quiera del conjunto.
Conrad está claro que se defiende solo. No me necesita.
JJ es otra historia. Y el hijo mayor. Porque estoy casi segura de que no pueden elegir tan claramente, uno por un largo aprendizaje histórico y el otro por falta, aún, de experiencia suficiente como para saber que hay que elegir, Que siempre hay que elegir. Y que se elige casi siempre, sólo el mal de enmedio.
Gracias por tu invitación, Kaiser. El relato negro, pero estupendo.
Beso.
Iconoclasta, efectivamente es de la humillación de lo que estamos hablando; de agachar la cabeza o de mirar hacia otro lado. El humillado acaba humillando, es el ciclo que empieza en Reinhard y acaba en JJ Dance. La violencia es su defensa, por eso todos somos violentos en menor o mayor medida. Me ha quedado de puta madre, tengo una fe ciega en mi mismo.
Respirando, gracias por visitar La Cancillería. Aplaudo tu reflexión, creo que es acertada; sólo una pega: JJ Dance no me da ninguna pena, porque no se trata de eso. Como he dicho antes, el humillado acabará humillando y se iniciará otro ciclo, porque como dice Iconoclasta pesa demasiado y no hay espalda que lo aguante; y el chaval de 20 años quizás trate a todas la mujeres de putas en el futuro, por el ejemplo de su madre. Son actores secundarios con papeles temporales, para argumentar la trama, luego se vuelven protagonistas a la que menos te lo esperas.
Aquí hay dos tipos que lo tienen muy claro: Conrad y la mujer infiel de Reinhard; estos no tienen complejos y desarrollan un papel lineal y sin sobresaltos en la vida.
Las apariencias engañan, como siempre.
Un abrazo a los dos,
EK, M X, Año 32
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